Por Maximiliano Leo
Por segundo año consecutivo, la crecida del río Iguazú puso en alerta a todos los habitantes costeros del Paraná Medio y Delta. Esta vez el caudal de agua superó los 40 millones de litros por segundo y las imágenes que dieron la vuelta al mundo mostraron unas cataratas del Iguazú como nunca antes.
Sabemos que Brasil y Argentina llevan adelante políticas de devastación y saqueo de sus recursos naturales con el único fin de producir monocultivos de organismos genéticamente modificados y electricidad: sabemos cómo en los últimos 18 años se han perdidos ambientes naturales como jamás se ha visto: ni la Guerra del Caucho, ni la Forestal, ni el avance del algodón, el elliotis o la caña de azúcar pudieron igualarse con el ecocidio actual que padecen los territorios de la vasta cuenca del Plata. Sabemos cómo Brasil logró hacer desaparecer la totalidad de la selva paranaense y cómo escalonó con muros de hormigón todo el Alto Paraná, alterando para siempre los ecosistemas que dependían de los pulsos naturales del agua. Producto de tanto saqueo de recursos naturales, vimos por segundo año consecutivo esas imágenes escalofriantes: cómo en la crecida del río Iguazú se derramaban miles de metros cúbicos de agua dulce por segundo y cómo se perdían para siempre millones de toneladas de suelo fértil que se lavaron por razones previsibles y lamentables: las lluvias no tuvieron mejor momento de caer que al finalizar la cosecha de soja, cuando la superficie de los «campos» todavía se encontraba sin cobertura vegetal, ahí donde alguna vez hubo una selva que retenía agua, producía alimentos, madera, oxígeno, que disminuía el calentamiento global y mantenía la estructura normal de los ecosistemas… pero no producía dólares fáciles ni mucho menos electricidad.