Alberto Acosta | Rebelión
“Si queremos acabar con el hambre en el mundo es fundamental garantizar el acceso universal a la tierra, así como al agua y a las semillas, y prohibir especular y hacer negocio con aquello que nos alimenta y nos da de comer”
Esther Vivas
Corría el año 2007. En Ecuador se vivía una efervescencia de ideas y expectativas innovadoras. Incluso revolucionarias. La siembra de las luchas sociales acumuladas a lo largo de las pasadas décadas parecía que empezaba a dar sus frutos. La Iniciativa Yasuní-ITT, que luego llegaría a ser ampliamente conocida a nivel internacional, para dejar el crudo en el subsuelo, a cambio de una contribución internacional, data de esa época y fue en ese mismo año cuando alcanzó el rango de política gubernamental. En ese entonces, entre otros puntos notables, ya se fraguaban los Derechos de la Naturaleza, la aceptación del agua como un derecho humano fundamental y la prohibición de los transgénicos, que luego serían incorporados en la Constitución del año 2008. En esa línea de construcción, de algo diferente, desde el Ministerio de Energía y Minas, se propuso el programa “Cero Combustibles Fósiles en Galápagos”. [ii] Con esta decisión se concibió el reemplazo del petróleo y sus derivados contaminantes en unas islas encantadas, declaradas Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO. En ese entonces inclusive se hablaba de reeditar allí una propuesta similar a la prevista con la no explotación del campo petrolero ITT (Ishpingo, Tambococha, Tiputini), con fines de rescate integral de este patrimonio.